Cuentos

SÍ, CARIÑO

«Este sábado hemos de hacer unas compras en el centro comercial», dijo Ella. Asentí  con la cabeza. «Necesito unos zapatos», prosiguió, «otros», pensé. «A ti te hacen falta calzoncillos». No sé cómo me las arreglo para andar siempre corto de calzoncillos. Ella, para compensar, nunca tiene suficientes pares de zapatos.

El sábado intercambiamos unos gruñidos en la cocina durante el desayuno. Tengo mal despertar y, recién levantado, mi cerebro se resiste a sostener una conversación. Si bien durante el lento regreso a la consciencia, mis sentidos pueden encontrar más apoyo que molestia en el runrún de una radio o de una televisión, los procesos mentales complejos se me resisten. Con esta cualidad mía Ella unas veces es condescendiente y otras no. Esa mañana era de las que no. «¿A qué hora habrá que irse para que nos dé tiempo a todo? ¿En qué gasolinera nos convendría repostar? ¿Qué te vas a poner?» Obsérvese la crueldad inquisitorial: ¡en ningún caso era posible contestar con monosílabos!

Finalmente salimos demasiado pronto, como siempre, repostamos en la gasolinera de siempre y, también como siempre, me vestí conforme a sus sugerencias.

«Ve directo al aparcamiento», «si, cariño». Llegamos a la barrera, «dame el tique», «toma». «Aparca cerca de la entrada a la tienda», «vale». «Mejor junto a una columna, así no te bloquean la puerta», «bien». «Vamos primero a la zapatería», «ajá». “Espérame que voy al baño», «nnnggg».

Pasamos junto a un mostrador de panadería, «¿te apetecen unas empanadillas?», sugerí, «no, porque vamos a comer pronto y si tomas algo ahora se te va el hambre». De eso se trataba, pensé, de que se me fuera el hambre, pero solo respondí «¡Ah!». Pateamos varias veces la zapatería de señoras, repitió con fervor la liturgia del manoseo de los zapatos, calzándose y descalzándose junto a las estanterías, en inestable equilibrio, sujetándose a veces en mi hombro. «Éstos no están mal, pero no es lo que busco», «¿por qué te los pruebas?», «si no me los veo puestos…, ¿te gustan?», hice un gesto ambiguo para no comprometerme, «son cómodos», remató. Finalmente eligió unos mocasines enormemente parecidos a otros que he visto en casa. La vendedora nos despidió con una sonrisa comprensiva.

Golpeándome rítmicamente en la pierna la excesiva bolsa que contenía la caja de zapatos, quise deambular por el departamento de ropa interior de caballeros. «No hace falta que mires, nos llevamos los de siempre». Es cierto que los de siempre me resultan cómodos, pero no había prisa, ni era justo descartar marcas que quizá merecían ser tomadas en consideración. «No te calientes la cabeza…», «no, si no me la caliento», «…y ves a lo seguro, éstos». El dependiente le mostraba varias cajas mientras recitaba con determinación la gama de largos y colores a elegir. Escogió por mí, mientras el dependiente me examinaba de soslayo. Traté de orientarlo, innecesariamente, «una talla 42 de pantalón», cuando él ya estaba sacando del estante, con movimientos enérgicos y precisos, una, dos, tres cajas, «¿cuántos le pongo?», no me preguntaba a mí, claro, «tres» dijo Ella; qué casualidad, pensé, este tipo debe ser vidente. «¿Con tarjeta?» preguntó el dandi cuando Ella ya tenía la tarjeta sobre el mostrador de la caja registradora. Confirmado, el fulano es vidente.

Al tiempo que guardaba en su cartera el recibo de la compra, caminó hacia mí con decisión, «ve al coche y guarda las bolsas en el maletero, yo pasaré por la máquina el tique del aparcamiento», dijo sin detenerse. «Bien», respondí. Tratando de seguirle el paso impulsé involuntariamente las bolsas con la espinilla y ahogué un leve gemido de dolor.

«Utiliza la otra salida, que en esta siempre hay mucho atasco», «ya…»; «espera a que salga el de delante o te quedarás en la rampa», «ya, ya…» En la calle llovía levemente, «pon el limpia, que me apura no ver bien a través del cristal», puse el limpia. «Ponlo más lento que me mareo si va tan deprisa», lo puse más lento. «Pasa por donde las comidas preparadas y compramos un pollo», «preferiría arroz», «mejor pollo ¿no?» Me encogí de hombros.

Aparqué en doble fila frente al establecimiento y regresé pronto con la comida. «¿Has traído algo de aperitivo?», «no habías dicho nada de aperitivo», arranqué el coche y enfilé hacia casa, «¿es que tengo que decírtelo todo?», «ya lo haces», se me escapó, «¿me estás llamando mandona?», intenté mantener el tono más neutro posible, pero ya no había remedio, «no era mi intención», «pues lo has hecho», «no, no, solo decía que…», «has dicho que soy mandona», «lo has entendido mal». «Mira, dejémoslo estar, que en todo tiene que ser siempre lo que tú digas», sentenció. La última frase quedó atrapada en mi cabeza, rebotando como un eco sin fin.

El resto del camino no hablamos. En la radio se sucedían éxitos musicales de los 70, los 80 y los 90. El intenso olor a pollo asado lo invadía todo, aturdiendo aún más los sentidos.

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